Las Sinsombrero: mujeres del 27

En la España finisecular llevar sombrero era signo de buen posicionamiento social, resultaba impensable que los ciudadanos y ciudadanas de buena cuna aparecieran en público con la cabeza descubierta. A diferencia de las mujeres, los hombres podían retirarse el sombrero en espacios cerrados. Es gracioso el artículo “Sombrerías” que publica en 1901 el dramaturgo Joaquín Dicenta, donde ruega a las mujeres que acudan al teatro sin sombrero: “hay que derribar esas montañas de terciopelo, flores, plumas y sedas con que las señoras cortan el paso a los ojos ansiosos de ver moverse en escena los personajes”. Esta petición demuestra la arraigada costumbre de que las mujeres en ninguna circunstancia se quitasen el sombrero. 

Maruja Mallo contaba que un día, atravesando la Puerta del Sol de Madrid, se le ocurrió a ella, a Federico García Lorca, a Dalí y a Margarita Manso, quitarse el sombrero, motivo que dio lugar a que algunas personas les increpasen con insultos. Esta seña de rebeldía, este despojarse de un símbolo opresor, permanece hasta nuestros días como denominador de un heterogéneo grupo de mujeres que se saltaron las reglas del juego: las Sinsombrero.

"Los enemigos de la televisión", un artículo de Alejo Carpentier para comentar en el aula

El mundo intelectual tiene sus modas, como las tienen las elegantes damas del “jet set” internacional. Mientras estas imponen el uso de faldas largas o faldas cortas, el talle alto o del talle bajo, del mucho mostrar o del mucho esconder, los señores de la “inteligencia” dicen, de pronto, que un poeta, menospreciado durante dos siglos, merece ahora ser alabado, o que tal filósofo, famosísimo por varias generaciones, debe ser  ahora despreciado. 

Hoy, la “inteligencia” de todas partes ha declarado la guerra a la televisión ─“¡Ah!... ¿Pero… usted mira la televisión?”─ preguntan ciertas personas cultas a quien tuvo la desaventura de confesar que anoche vio con mucho agrado un programa de televisión. Porque está de moda proclamar que la televisión es una cosa despreciable, escuela de chabacanería y mal gusto ─es un invento maravilloso, ciertamente, pero manejado por una chusma ignorante que tiene el poder de estropearlo todo─. No. Un espíritu selecto, un “intelectual”, no puede perder su tiempo ante la diminuta pantalla de su televisor, mirando y oyendo estupideces, padeciendo novelones, escuchando informaciones amañadas y tragando enormes cantidades de publicidad.

"La habitación del hijo", un maravilloso texto de Arturo Pérez Reverte para comentar en el aula

Lo conoce mejor que a ella misma. O creía conocerlo, porque el joven silencioso y reservado que ahora vive en la casa le parece, en ocasiones, un extraño. El niño dejó de serlo hace tiempo. A veces, cuando está fuera, la madre se queda un rato en su habitación, callada, mirando los objetos, los libros –ella compró los primeros y los puso allí, soñando con el lector que alguna vez sería–, las fotos de amigos, de chicas. Las medallas que ganó en el colegio, tenaz, esforzado. Valiente como ella procuró enseñarle a ser. Con el ejemplo del padre: un buen hombre que nunca dice tres frases seguidas, pero que jamás faltó a su deber, ni hizo nada que no fuera honrado. Que educó al hijo con más ejemplos que palabras. 

Inmóvil en la habitación, aspira su olor. Desde hace mucho es seco, masculino. Distinto del que tanto añora: aroma de cuerpecito menudo en pijama, olorcillo a carne tibia, casi a fiebre. A bebé y niño pequeño, que con el tiempo se desvanece y no regresa nunca. El crío que aparecía en la cama a medianoche con las mejillas húmedas, después de una pesadilla, para refugiarse a su lado, entre las sábanas. Quizá algún día recupere ese olor con un nieto, o una nieta. Con otro cuerpecito al que estrechar entre los brazos. Ojalá no esté demasiado mayor para entonces, piensa. Que aún tenga fuerza y salud para ocuparse de él, o de ella. Para disfrutarlos.

El síndrome de Anton-Babinski: anosognosia visual o ver estando ciego

En 1899, el neurólogo Anton-Babinski atendió a un paciente que se había quedado ciego a causa de una lesión occipital, sin embargo, este aseguraba ver, ofreciendo descripciones del entorno donde se encontraba y negando con rotundidad su ceguera.
Se llamó Síndrome de Anton-Babinski a un trastorno neurológico por el que una persona que se ha quedado invidente es incapaz de detectar que ya no puede ver, actuando como si fuera perfectamente vidente y creyendo con firmeza que está viendo. Esto también se denomina anosognosia, que es la incapacidad para detectar la propia enfermedad, como ocurre con el Alzheimer, donde el paciente no es consciente de que lo padece. 

La literatura en una sociedad líquida con síndrome de impaciencia

"Con nuestro culto a la satisfacción inmediata, muchos de nosotros
hemos perdido 
la capacidad de esperar", Zygmunt Bauman.

El impacto de las nuevas tecnologías y la sociedad de la instantaneidad han provocado grandes cambios en el mundo educativo y cultural. Nos encontramos en una sociedad moderna que está en continuo movimiento donde cada día surgen nuevas modas y objetos que sustituyen a otros. Vivimos, pues, una época caracterizada por el cambio vertiginoso y la brevedad donde «el consumismo no se define por la acumulación de cosas, sino por el breve goce de esas cosas» (Bauman, 2008, p.29). Para definir este periodo contemporáneo Bauman acuñó la expresión de sociedad líquida.

Los líquidos, al contrario que los cuerpos sólidos, poseen la característica de cambiar su forma con gran facilidad y rapidez. Según Bauman, nuestra sociedad no es sólida porque se encuentra en continuo estado de permutación. Como el líquido cuando se cambia de recipiente, la sociedad y su cultura no tienen una forma fija, sino que están en un ciclo de adaptación permanente. Ejemplo de ello es cualquier circunstancia que en un momento pasado fuese motivo de escándalo y ahora es lo más normal del mundo. Por otra parte, así es como hemos ido haciéndonos inmunes a la miseria (presten también especial atención a la miseria cultural), incorporando a nuestra concepción de la normalidad situaciones, cuando menos, perturbadoras: ver a alguien durmiendo en la calle mientras paseamos, escuchar las desgracias del telediario mientras comemos o ver Gran Hermano (o cualquier otro programa del estilo, como aquel en el que dos personas se conocen yendo desnudas y tienen conversaciones de lo más absurdas). La sociedad se ha adaptado a ese paisaje y ya es normal. Como decía Camus con gran razón, adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar.

Primeros textos en prosa: las Glosas Emilianenses y Nodicia de kesos

Página 72 del Códice Emilianense 60 de San Millán de la Cogolla
Al hablar de las primeras manifestaciones en prosa, también hablamos de las primeras manifestaciones del castellano, puesto que los orígenes de nuestra lengua comienzan con la filtración del romance hablado en el latín oficial. En palabras de Dámaso Alonso, “el latín llega a ser español a lo largo de una evolución lentísima y constante, y nunca podremos cortar por un punto y decir: aquí está el español recién nacido”. Sin embargo, sí podemos intentar dar cuenta de las primeras manifestaciones en lengua romance.
                                    
Frecuentemente se escapaban en escritos cultos palabras en lengua vulgar, bien por descuido o bien por la necesidad de designar nuevas realidades desconocidas en el idioma clásico. En otras ocasiones, alguien iba anotando la traducción vulgar de ciertos vocablos sobre los mismos documentos latinos: son las llamadas glosas. Aunque estas rudimentarias manifestaciones carecen de valor o pretensiones literarias, sí son de gran importancia lingüística para el estudio del origen del español. Destacamos las Glosas Emilianenses (del monasterio de San Millán de la Cogolla) y las Silenses (del monasterio de Santo Domingo de Silos). En las Glosas Silenses aparecen solamente palabras aisladas, es en las Glosas Emilianenses donde ya aparecen las primeras frases completas en lengua romance.         

Gonzalo de Berceo. Los Milagros de Nuestra Señora

La particularidad histórica que envuelve a Gonzalo de Berceo es que nos encontramos ante el primer poeta de nombre conocido, por lo que siempre se le ha tratado como una de las figuras más representativas del mester de clerecía. De su vida no tenemos demasiada información. Probablemente nació en los últimos años del siglo XII en el pueblo riojano de Berceo (de donde tomó su nombre) y fue un clérigo educado en el monasterio benedictino de San Millán de la Cogolla, como aparece en su obra.                       

Los Milagros de Nuestra Señora son un conjunto de veinticinco relatos breves (y una introducción alegórica) que conforman la obra de mayor atractivo poético de Gonzalo de Berceo. En cada uno de estos relatos nos narra los milagros efectuados por la intercesión de la Virgen o, como él suele llamarla, “la Gloriosa”. Ahora bien, si por algo se caracteriza la obra de Berceo es por su sumisión a las fuentes, aunque hemos de añadir que este, con objetivos didácticos y divulgativos, reelabora las obras y les otorga finalmente una entidad propia aportándoles un tono y estilo personal. Así pues, todos los milagros que aparecen en su obra, salvo una excepción, siguen el dictado de un manuscrito latino que es muy semejante a otro que se encontró en la Biblioteca Real de Copenhage, llamado Thott 128. De los veinticinco relatos berceanos, veinticuatro están en ese manuscrito, faltando únicamente “La iglesia robada”. Como vemos, la finalidad de Berceo no es, pues, inventar, sino divulgar.